En 1992, cuando el editor dirigía la Revista Pueblo, el caracterizado dirigente de Independiente de Bolívar, Efrain Chaves (así, con ese final y sin acento), nos regaló esta hermosa anécdota sólo comprensible para quienes amamos el fútbol y su folclore, y hemos trabajado en esa histórica cabina del Estadio Municipal de Bolívar. La rescatamos y la reproducimos textualmente:
Por Efrain Chaves
Cuando la Municipalidad de Bolívar recuperó los predios donde funcionaban las canchas de fútbol de los clubes Alem, Empleados de Comercio, Argentino e Independiente para destinarlos a plazas públicas, ya que quedaba librado el flamante Estadio Municipal para el fin para el que fuera construido, la actividad futbolera bolivarense se circunscribió al hermoso anfiteatro del Parque Las Acollaradas.
De ahí en más, todos los domingos se daba cita la afición local para disfrutar de su deporte predilecto, en el Estadio. En una palabra: todos los clubes de primera división eran locales en ese lugar.
Para quienes ejercíamos nuestra agradable función de Cronistas Deportivos (yo lo hice durante varios años para El Pregón, bajo la dirección de don Amadeo Parrondo), ese periódico y obligado encuentro semanal resultaba casi un premio y nunca un trabajo.
Desde la cómoda cabina –principalmente en los meses de invierno- abrigados, secos y algunos matecitos mediante, el clima era muy grato. Amén de que disfrutáramos del espectáculo futbolístico.
Fueron los años de auge de El Fortín con Giamello, Castellanos, Di Lecce, Pereyra, Bilone, etc.
Ese grupo, con “Lito” Sosa, Carlos Márquez, al que se sumaban Ismael Demarchi, Benito Gandola, don Luis Delavault y autoridades de los clubes intervinientes, ya tenía el perfil de una peña.
Desde los comentarios sobre la calidad de tal o cual jugador, las estrategias de juego acertadas o equivocadas, el desenlace de las jugadas, los arbitrajes y cada una de las peripecias de los partidos, daban lugar a encontradas polémicas o graciosos y humorísticos episodios.
El título de este pantallazo, se debe a la chispa de aquel tipo que fuera “Lito” Sosa, cuyo recuerdo perdura en el afecto de quienes tuvimos el privilegio de tratarlo, de ser sus amigos.
Era una tarde de invierno, de esas a las que a veces definíamos como “ni fu ni fa”, ya que una fría y molesta garúa estaba echando a perder el campo de juego, nos obligaba a cobijarnos en la cabina para eludir la humedad y el frío. Fea tarde domingo, a la que el hincha imagina siempre luminosa y soleada.
En los labios de cada uno de los frecuentadores de la cabina de periodistas –pomposa denominación que le dábamos- ya había merecido un juicio condenatorio “la tarde de m…”.
Alguien aludió a que esa garúa “ni garúa era”. Era una desgraciada llovizna y gracias.
Por el estado del piso, los jugadores no hacían pie y eran frecuentes las jugadas imprecisas, los choques, los resbalones.
En una de las áreas, en un avance, van a la pelota un delantero y un defensor. Simultáneamente patea el atacante, produciéndose un rebote caprichoso que hace elevar el balón y en una parábola sumamente rara la pelota cae por detrás del arquero, introduciéndose ajustadamente en el arco.
Fueron generales las exclamaciones de asombro de los presentes.
Alguien dijo: ¡Mirá que gol de emboquillada!. Otro: ¡No, es un gol de gotera!. Y “Lito”, con ese oportunismo que lo caracterizó siempre, sentenció : “Es un gol como la tarde, que ni llueve ni garúa, es un gol de ´lluvizna´y gracias”.
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